Imagen tomada de la red
Nuestro jefe arrojó a su
esposa muerta sobre una yegua blanca y le palmeó la grupa. La sangre que le
resbalaba por los muslos manchó los lomos del animal, que atravesó el
campamento al galope. El jefe me llamó y me entregó un niño que no paraba de
llorar. Tenía los rasgos de los apalachee, nuestros enemigos del otro lado del
cañón. El jefe me miró con fuego en los ojos y con eso bastó.
Cabalgué despacio hasta el
cañón con el niño en brazos y el atardecer a mi espalda. No dejaba de llorar
buscando el pecho de su madre. Al llegar, lo coloqué sobre una piedra y saqué
mi cuchillo. Cuando lo apoyé en su garganta y sintió el frío, calló por un
instante y entonces escuchamos a otro recién nacido llorar al otro lado del
cañón. Los niños empezaron a llorar al unísono, como si buscasen consuelo en el
otro o se preguntaran el uno al otro por qué no había leche caliente en sus
bocas. Escuchar a aquellas criaturas hablándose de uno a otro lado me hirió de
tal forma que arrojé el cuchillo y huí hacia el poblado con la esperanza de que
los coyotes hicieran lo que yo no me atrevía. Pero no fue así. Durante toda la
noche, en el campamento escuchamos los llantos de los bebes hasta que con el
primer rayo de sol sus voces se apagaron.
Aquel día desterramos de
nuestra lengua la palabra «eco».
4 comentarios:
Gracias Fernando por participar. Suerte.
Si alguien quiere hacer un dibujo, ilustración de este microrrelato será bienvenida, si consigo que haya una para cada uno los podría añadir en el archivo pdf preparado con todos los micros presentados.
Un saludo indio
Mitakuye oyasin
Estremecedor. La imagen del frío puñal es espeluznante. Suerte, Fernando.
Bueno, pues a mi me has hecho llorar. Será porque soy madre y amamanto a mis crías.
Ostras! Que duro...
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