Imagen tomada de la Red
A Jero
siempre se le dio bien todo lo relacionado con las actividades físicas. De
pequeño fue un niño muy inquieto, así que no era de extrañar que con tan solo
cuatro años cabalgara sin ningún miedo por todo el territorio Sioux a lomos de
un potrillo; y que con ocho supiese tensar el arco con soltura y fuera capaz de
acertar a gran distancia con sus flechas en el tronco de un sauce, habilidad
que con los años iría perfeccionando hasta convertirse en un experto, para
orgullo de su padre, el gran jefe indio. De carácter extrovertido, si había que
bailar era el primero en apuntarse, lo que le vino pero que muy bien para aprender
enseguida los pasos de la Danza
del Sol. Y en cuanto veía que el jefe de otra tribu y su padre, con gesto por
fin relajado, salían de la tienda y cogían una pala, corría a ofrecerse
voluntario para cavar un agujero en la tierra y así poder enterrar el Hacha de Guerra que tanto le disgustaba.
Pero
todo esto y su buena voluntad nunca fueron suficientes para ser admitido en el
grupo de los aspirantes al puesto de mando. Año tras año, Jero era siempre
rechazado cuando, en la prueba de